Machetes siervos
Primera Parte
1
El sol puya directo sobre el quebrado lomo del Cerro de Las Lajas. En los pinares altivos hay una quietud doliente que no interrumpen ni los pájaros. Hora bochornosa en que los reptiles buscan abrigo bajo las piedras y la propia tierra, dura y retadora, iracunda para los pies tozudos y encaitados de los hombres. En el abra socolada donde sembraron la milpa, se oyen los tris-trás de los machetes al cortar los tallos semisecos del maizal devorado por la sequía, cipeado al jilotear.
Los tres hombres, inclinándose hacia la tierra, van haciendo el corte al ras del suelo pedregoso y con el gancho de madera amontonan el guate que dos mujeres, descalzas y sudorosas, van trasladando en brazadas hasta un sitio cercano del magro rancho que se levanta a mitad del cerro entre arbustos de guayabo y altos pinos hieráticos. Se ha perdido en este año la milpa por la rabiosa sequía y por la tierra ingrata del cerro; solamente pueden utilizar los tallos y las hojas, el guate, para pasto de las bestias de La Hacienda. El tirabuzón de un rebuzno abre estrepitosamente el silencio embotellado del cerro.
—¡Mediodía, tata Quiel!
—Ya es mediodía, m’hijo.
El padre ha contestado sin detener su faena. Planta firmes sus pies calzados de caites rudos en la tierra arisca y calcinante. Viste sólo calzón de manta, igual que sus hijos, y lleva un sombrero de palma viejo y raído. Su tórax oscuro está sucio y húmedo de sudor copioso. La pelucilla del guate se adhiere a su epidermis de cobre. Es hombre musculoso, mediano, de color barroso. Pende de su cuello un escapulario renegrido. Quien le ha anunciado la hora, es un muchacho, Floriano, el menor de sus hijos varones que, con dieciséis años, tiene estatura de hombre aún más alto que su padre. El otro hijo tampoco detiene su labor.
—Tenemos que llevar este guate a La Hacienda —dice el padre con palabra pausada, ensordecida.— Siquiera esto para mi compadre.
Todos saben lo que significan esas palabras y el tris-trás de los machetes continúa en el corte de la última mancha del maizal perdido. Más arriba las dos mujeres descalzas trasladan en brazadas el guate que los hombres van cortando y amontonando. Mujer madura una, ágil doncella la otra. Justina y Genara. Madre e hija en la común labor, ayudando a los hombres en pleno mediodía del campo. Una tras otra van y vienen transpirando agitadas. La madre lleva un viejo sombrero de hombre y la hija se ata la cabeza con un trapo gris. Físicamente se parecen, pero la madre es de carnes más duras, curvas pronunciadas, formas sensuales. Trigueñas ambas, por el sol bruto de los cerros. Campesinas acostumbradas a los trabajos rudos, a las caminatas por los despeñaderos y riscos, cargando sobre sus cabezas fardos y tinajas mientras bajo sus plantas encallecidas se hunden guijarros y quiebran espinas.
—Óyeme, Genara —dice la voz fuerte de la madre— ándate para la casa y te vas calentando los frijoles y los butucos. Ya ellos —y señala con la cabeza a los hombres— van a terminar y ahorita mismo irán a dejar el guate a La Hacienda.
—Ahorita, mama. No más este otro viajecito y me quedo allá.
Justina aprueba con su silencio y ayuda a cargar una nueva brazada de pasto a su hija, cuyo rostro juvenil mantiene cierta alegría bajo la fatiga y el sol. La madre la ve alejarse ligera y piensa quizás en sus lejanos catorce años, cuando ella era una muchacha y trabajaba al lado de sus padres en Texíguat. Algo grato piensa de su hija porque sus labios musitan palabras ininteligibles y hay un brillo de gozo en sus pupilas, viéndola marchar precipitadamente con la carga de guate sobre la cabeza.
—¡Justinaaa!
—¿Quéeeee?
—¡Ya mero acabamos la tarea!
—¡Bendito sea Dios, Ezequiel! La hora está bruta como para darnos un tabardillo.
—Es la hora en que caparon a Judas —agrega el hijo mayor cortando las últimas matas verdeamarillentas.— ¡El mismo diablo con ser demonio aquí sudaría hasta las verijas!
—¡Eeeyyyooouuuu..!
El grito de Floriano es como el rugido del león cuando ha cazado la presa. Han terminado de cortar el maizal perdido y el muchacho grita la victoria del trabajo. Entre todos terminan de llevar el guate hasta la vereda. Gotea el sudor como si salieran del baño. La sangre corre acelerada por el potente bombeo de los corazones campesinos. En el rostro del padre hay una sombra de preocupación y sus ojos negros, acerados, clavan miradas rencorosas en el guatal amontonado. Piensa que esos tallos pudieron cubrir el gran hueco del hambre y las necesidades de la familia, si la sequía no los hubiera cipeado. De allí hubieran salido las cargas de maíz suficientes para pagar al dueño de la tierra y atar para todos un fardo, aunque pequeño, de tranquilidad, de ventura. Si hubiera habido cosecha de maíz, ahora podrían ver el futuro con cierto desenfado. Pero así, todas las esperanzas están rotas, hechas cadáveres en ese montón de hojas y tallos muertos que servirán para las bestias del patrón.
—Vamos a la casa. Ya hace hambre.
Detrás de Justina, van los hombres con los machetes en las manos. El de Floriano es un pedazo de machete, una tunca como la llaman ellos. Resuellan fuerte y los caites protestan por la agresividad de las piedras del cerro. Un perro les sale al encuentro meneando la cola y husmeando las piernas. Por la desnutrición, ese perro enflaquecido, tiene mucha semejanza con los hombres que carecen de pan.
La casa es una choza. Paredes de bahareque y tierra roja, techo de paja y piso de tierra dura. Una habitación grande, dividida en dos por un tabique de cañas bravas. Un tabanco de varas de pino con escalera de una sola pieza con cortes de hacha para poner los pies. Camas rústicas llamadas tarimas, taburetes, bancos, dos hamacas de cabuya colgadas de una pared a otra e infinidad de enseres viejos tirados por los rincones, debajo de los baúles puestos en artesones. La cocina está aparte ocupando un extremo de la galería; en ella hay limpieza y orden. Un fogón de tierra; una artesa para lavar; sobre ella una piedra de moler; un pilón de madera para quebrar maíz o despulpar arroz. Guacales y jícaras, tinajas y ollas de arcilla. Calabazos y canoas. En la hornilla tilosa está una olla con frijoles colorados en caldo, y en un envase de latón se calienta el agua para el café. Genara está atendiendo el almuerzo de la familia. El padre se sienta en un poyo y tira el sombrero al suelo.
—Dame una cumba de agua, m’hija.
Genara salta al instante y le lleva el agua. El hombre bebe a grandes sorbos. Es agua fresca, agradable, clara. Pide más. Todos beben suavizando el ardor de las gargantas ásperas e irritadas. La muchacha va sirviéndoles el almuerzo: un guacal de frijoles en caldo con hojas de cebolla y de oloroso orégano, butucos asados y una jícara llena de café. Eso es todo, pero es bastante para mermar el hambre después del trabajo bruto en el cerro soleado. La voz de la madre es la que predomina sobre todos; es autoritaria, convincente, dominante.
Esta es la familia Jocotán. Los Jocotán del Cerro de Las Lajas en el oriente del país, cerca de la frontera con Nicaragua, en tierras del latifundista Don Crisóstomo Pedrozo, propietario de La Hacienda Las Marías, que nadie la llama por su nombre solamente por La Hacienda a secas. ¿Quién no conoce o no ha oído mencionar en la zona a Ezequiel Jocotán, para los amigos Don Quiel, que vive en el Cerro de Las Lajas?
Ezequiel Jocotán es padre de tres hijos: Esmeregildo, conocido por Merejo, mayor de veinte años; Floriano, que ya va a cumplir los dieciséis, y la hembra, que es la última, Genara, que mucho se parece con su madre en lo físico y en el carácter. Porque Justina Jocotán, que aún no ha llegado a los cuarenta, es una mujer todavía con rasgos hermosos, agradables, sensuales como vestigios de una florida juventud. Campesina fuerte que ha resistido los tres partos, los muchos trabajos y no menos privaciones. Cierto que anda descalza como toda la familia, que su hablar es rudo, como sus modales, que viste pobremente, pero también es muy cierto que su cuerpo encierra una extraordinaria atracción a pesar del hábito a los trabajos viriles. Sus senos son duros, macizos y despiertan en los hombres de La Hacienda no pocos apetitos de voluptuosidad. Y Genara se parece mucho a su madre. De tal rama, tal astilla, dicen los campesinos al verla crecer esbelta, inquieta y ruda.
Para Ezequiel Jocotán y su mujer, levantar esa familia ha sido una batalla permanente, sin cuartel, sin tregua alguna y, sobre todo, porque cuando aún estaban chicos, muy chicos, perdió sus tierras en el bajo, en la parte fértil, así como la perdieron los demás condueños de la hermandad comunal. Fue en un pleito judicial que les entabló Don Crisóstomo Pedrozo y que perdieron por carecer de medios para pagar a un abogado defensor. Don Crisóstomo era compadre de Ezequiel y de Justina. De no haber mediado esa fortuna, pensaban los campesinos con resignación, sabe Dios cómo hubieran logrado resolver sus problemas, pues quedaron al garete sin un lugar donde plantarse; pero por el compadrazgo, siendo el hacendado padrino de pila bautismal de sus tres vástagos, tuvo a bien ayudarlos, permitiendo levantar su rancho en el Cerro de Las Lajas, que era parte de sus enormes propiedades, y que trabajasen en él mediante el pago del arrendamiento en especie. Eso aminoró o encubrió en Ezequiel todo su legítimo rencor por el desalojo de su tierra, aunque el verdadero motivo para recibir la injusticia con cierta pasividad, fue más que todo, por el grado de compadre espiritual que le unía al dueño de La Hacienda. Pero esas cosas estaban lejos y recordarlas daba tristeza. Además, ya los hijos grandes son ayuda efectiva en el pobre hogar Jocotán.
Ezequiel nunca había asistido a una escuela. Su escuela fue la vida de labores y penurias. Y así como él, también su mujer y sus hijos desconocen el alfabeto. Regados por esos otros cerros circundantes, viven muchos otros campesinos que son como ellos y les une el mismo lazo trenzado por tres cuerdas irrompibles: el poder del amo de las tierra que tiene su centro de operaciones en La Hacienda, en el erial fertilísimo del bajo y que es el rector de sus destinos; la segunda es el antiguo y sordo rencor que se escuda en sus corazones sencillos porque saben que las tierras que les fueron expropiadas en una gran injusticia, eran legítimamente de ellos; y la tercera, es la cuerda del hambre endémica. Esa es la maldita trinidad que deteriora sus vidas impotentes ante la fatalidad.
Para todos los campesinos La Hacienda es el núcleo vital, el centro de abastecimiento y lugar a donde convergen todos los productos que logran sacar a las tierras alquiladas. Y a La Hacienda, odiada, temida y respetada, es donde, en ese día de ardor y fatiga, tiene Ezequiel que llevar todo el guate de la milpa que perdió por falta de las lluvias y por la mezquindad de la tierra lajosa del cerro. Por algo se le denomina el Cerro de Las Lajas y por algo su compadre le ha permitido vivir en él.